27 de junio de 2011

Carrousel

Habíamos dicho que la lluvia no iba a estropearlo, lo habíamos prometido.
Planeamos besarnos con más pasión y reírnos de las gotas que atrofiasen nuestros elegantes vestidos y redujeran a escombros mi delicado maquillaje. 


¡Cuánta inocencia querido que gozaba en esos tiempos!


Nos citamos cerca de las 15hs, en el carrousel de la plazoleta. Prometiste esperarme con un ramo de rosas rojas en la mano y una sonrisa en tu rostro, y yo, llena de dicha, me había dispuesto por primera vez a abandonar mis medias de red en el perchero. Renuncié al labial rojo por una velada y me atreví a arriesgarme al amor en vez de al sexo.



16 de junio de 2011

Aún recuerdo ese mediodía de 1998 cuando la pequeña del vestido índigo conoció el teatro. El guía los había traído a la antigua sala de espera, dónde en sus viejas épocas, los adinerados colmaban el ambiente con el humo de sus cigarros, y les había mostrado el quiosquillo, dónde yo pasaba ocho horas al día vendiendo chucherías y cafés, aburriendome de la monotonía de la gente que asistía allí, buscando una excusa para salirme de lo natural.
Entonces la ví.
Las palabras del guía eran claras y las mismas de siempre, les comentaba más de lo mismo y les avisaba que en breve los llevaría a conocer el taller escenográfico, pero a la niña no parecía importarle, ya que estaba muy ensimismada en su propio mundo. Por la luz que emanaban sus ojos era obvio lo que ella quería: conocer el escenario.
Casi podía oír su corazón gritando que deseaba más que nada colocar sus pequeños zapatitos de charol sobre el proscenio, cerrar los ojos e imaginarse en escena, interpretando el papel de su vida, con miles y miles de espectadores observandola.

Nadie imaginaría que diez años después, la pequeña del vestido índigo, volvería envuelta en pompas y grandeza para finalmente conquistar a su gran amor secreto.
Quizás ella no me recordase, quizás ni siquiera se habría percatado de mi existencia, pero para mi, su mirada no se había borrado de mi mente. Vestía el mismo esmoquin oscuro que traía puesto aquél día que la conocí; ese día que conocí aquellos ojos color café, y me había decidido a buscar su mirada por todo Buenos Aires, para volvérmela a topar en el mismo lugar donde se produjo nuestro primer encuentro.

8 de junio de 2011

Cielos, el crepúsculo se avecinaba cada vez con más intensidad. Los escépticos no me creerán cuando les confiese porqué la apariencia del cielo me aterra de cierto modo tangible, levanto la vista a éste y me muerdo el labio casi sin pensarlo. Los manchones púrpuras y rojizos no pueden significar otra cosa más que mi ruina.
Todas las veces que había caído, el cielo cuadraba justo de éste absurdo modo. 
¡No podía aceptarlo! Cuando el atardecer se agotase, mi vida se iría con él. Debería exprimirlo a más no poder, debería exprimir sin dubitar esos aterrantes cálidos colores. Rojo, rojo por todas partes. Sabía que algo malo se avecinaba y sin embargo, sabía que tenía que mantener la frente en alto a todo momento y no perder ni por un minuto la esperanza. 

Nos encontramos cerca de aquella farola que realmente sería útil en unas horas, cuando todo yazca en la oscuridad. Te esperé, como de costumbre, con el peso de mi cuerpo reposando en mi pie derecho y fumando un cigarrillo, la espera parecía más corta y el tabaco realmente frenaba mi ansiedad, aunque nada podía del todo con ella. De un momento a otro, te decidiste a aparecer.
— Perdona, se me ha hecho tarde... tú sabes, el tráfico es tremendo a éstas horas.
— Claro... claro... — susurré algo inquieta. Realmente me aterraba decirle cualquier cosa, en éste contexto las cosas se confundirían. Me pregunto cómo nos veríamos desde lejos, qué pensarían los transeúntes acerca de esta escena. Pareceríamos una pareja... pero no eramos más que dos desconocidos que intentaban hallarse.