23 de noviembre de 2010

Un final hermoso.

Duras serán tus palabras, lo sé: porque aunque tu voz no haya roto aún el sosiego del viento, confió en mi perspicacia de que ésta anunciara nada más que el fin.
Por favor, sé que acabarás conmigo, que nada te hará cambiar de opinión y que no existe solución alguna, entonces concedeme un último deseo: déjame elegir el modo en el que debo morir. No, llamémoslo suicidio. Porque yo deseo morir si a ti mi vida te es insignificante.
Oh por favor, hazlo rápido pero de un modo estético. Mátame como si dibujases, deja mi vida en las manos de la danza entre tus dedos y la carbonilla: dibuja con movimientos ligeros en un papel mi destino y dolerá menos, porque así lo quiero. Hazlo rápido así pronto te olvido.
Recházame con poesía que de ese modo, el dolor se oculta en un manto de rosas. ¡Duele del mismo modo pero es más bello de esta manera! Miente si en realidad me has amado y es otra tu causa, utiliza palabras sutiles y profundas, dime que me has olvidado y que jamás me has amado: hagamos de esto un gran drama; busca metáforas, comparaciones, ¡compara tu espada y mi corazón con la pólvora y el fuego, que en tan pronto se unan su final será explosivo!
Cierto, mátame con espadas, porque las armas de fuego poco poéticas son y debido a que mi final no será feliz, pido al cielo un final hermoso, como mi vida que así lo ha sido.

19 de noviembre de 2010

Rayó en lo absurdo.

Jazmín abrió su buzón con normalidad, como parte de la rutina y se quedó anonadada: una cajita de cinco centímetros de largo de un color negro profundo que llevaba un gran moño platinado yacía en donde con normalidad había correspondencia o cuentas del banco o de la luz.
Pero hoy, no había otra cosa más que un regalo.
Lo volteó varias veces mientras se dirigía a su casa: definitivamente se trataba de joyería.
Lo examinó con presición pero no descubrió tarjeta ni dedicatoria así que lo tomó como un regalo anónimo.
Primero la asaltó la duda ¿quién podría haberle enviado lo que aparentemente era una joya? Al pensar que podría haber sido un pretendiente rico se sintío sofisticada y aspiró profundamente ¡Caramba! ¡Porfín saldría de esa pesada y horrible crisis ecónomica! Aceptaría su mano en matrimonio rápida y furtivamente, se casarían y pronto estarían en un crucero, vistiendo vestidos de sedas y joyas en ambas manos, rumbo a alguna isla privada cerca de la Polinesia...
Luego, la asaltó la desconfianza: era imposible que ella tuviese un pretendiente ¡y mucho menos rico!
Después, creyó comprender todo, ¡claro! pensó, ¡seguro se trata de una equivocación! El cartero se debía haber equivocado de departamento y por eso había recibido en su buzón esa joya tan cara...
Entonces se dió cuenta que ni siquiera se había cersiorado de que era una joya y mucho menos carísima... Tal vez era otra cosa.
Rompió el emboltorio, arrojó el moño al suelo y se encontró con una cajita de cuatro centimetros de un elegante color morado. Ésta no llevaba moño, ni listón y continúo rayando el anónimato.
Tomó una gran bocaza de aire y la abrió.
Pronto descubrió que no era ninguna joya cara, no, no se trataba de eso.
Conocía el regalo: era un pedazo de hojalata soldado con una excelente maña, y con un aplique de una piedra semi preciosa hurtada de otro anillo similar pero roto y con muchos años de uso que ahora yacía olvidado en un cajón y vacío, sin la piedrita plateada que ahora llevaba este cachabache.
Y en ese momento, el anónimato tuvo nombre y rayó en lo absurdo: Gutierrez.
¡No era ninguna equivocación! ¡No solucionaría ninguna crisis ecónomica! ¡Jamás había existido algún pretendiente rico! ¡Y nunca iría a la Polinesia ni vestiría ropas de seda!
Dejó el dicho "presente" (entre muchísimas comillas) en el suelo y con sus zapatos de tacón corrió al ayuntamiento a cambiar su código postal ¡Jamás querría recibir algún otro regalo estúpido de ese muchacho tan estúpido!