30 de diciembre de 2011

La noche más triste

El carraspeo de las lágrimas resonaba en todo el departamento pero debido a la acústica, aún más en el cuarto de debajo de la escalera, donde ella se encontraba, los gritos eran más fuertes que la música que intentaba ocultar la cruel pelea, el aire se sentía pesado. La pequeña de vestido índigo cubría sus oídos con ambas manos y largaba unas mudas lágrimas, no quería respirar, no quería hacer ruido pero aún así su corazón galopaba asustado pero cada vez con más fiereza. Se ocultaba bajo la colcha, sintiéndose invisible e inundando la cama llorando mareas, observando así con los ojos cerrados, cómo su niñez se alejaba en un barquito, escapándose y sin mirar atrás.


Colocó un dedo sobre el almanaque y despacio, descendió hasta llegar al día en que se encontraban, conteniendo el llanto: ya no era más la niña del vestido índigo y ya no tenía permitido llorar. Le habían jurado contra viento y marea que las chicas grandes no podían hacerlo lo tenían prohibido, y menos en público, mostraba vulnerabilidad y si lo hacía, sería débil... y aunque ella no sabía qué significaba aquello no abandonaba su soliloquio y mantenía la mirada firme. Mordió su lengua, arrojando hacia las profundidades del océano el ceñido nudo que se había formado en su garganta, cerró sus ojos y abrió su boca llevando al instante el dedo índice hacia allí para descubrir que el océano al que había arrojado sus problemas no era más que un mar de sangre. Aunque no se encontrase ahora en el cuarto de debajo de la escalera, nada había cambiado. Siempre el mismo día, siempre la misma historia.
Sintió de pronto como la miseria tomaba su cuerpo. Parecía un nuevo personaje, un único personaje en su cuerpo, su alma ya no existía allí, dejando a la miseria como huésped. Era una sensación extraña, sentía como el corazón bombeaba más lento y como su garganta se secaba pero aún así las lágrimas no aparecían por allí. No tenía permitido llorar, y no lo haría.

17 de diciembre de 2011

El dolor de la enfermera

Era cuestión de tiempo hasta que uno de los corazones que latían en aquella habitación de paredes blancas enmudeciera finalmente. La enfermera recorría la estancia inquieta, rastreando soluciones, sudando, induciendo sedantes, guardando las lágrimas, arreglando las sábanas, tragándose los nudos que se le formaban en la garganta, intentando luchar contra la muerte. 
Vociferando gritos de dolor que ni el mejor somnífero podría calmar, el dolor de la enfermera jamás pasaría por la mente del paciente demasiado abstraído en el suyo propio, aunque en efectos prácticos aquel dolor estaba muy oculto bajo capas de maquillaje y sonrisas falsas. María recordó lo que le recomendó el empleador en cuanto aceptó el trabajo mientras observaba el monitor que marcaba los últimos latidos de aquél hombre, mordía su labio inferior y dirigía una mirada llena de falsas esperanzas al hombre que yacía en la cama, "pero más que nada no muestres vulnerabilidad, mejor dicho: no puedes hacerlo, ¿imaginas una enfermera llorando? le quitaría la fe al paciente y acabaría por rendirse sin esforzarse en mantener su vida en pie... quizás incluso, si dejas caer una preciosa lágrima sería tu culpa María".
Se arrodilló al lado de la cama y le tomó la mano al enfermo, musitó palabras mágicas y él, por primera vez le dedicó una sonrisa antes de perecer para siempre, abandonando así a la enfermera y dejandole la chance de vomitar todas las lágrimas y el dolor que estaba latiendo hacía rato en su pequeño corazón.

Fue humana por dos minutos, hasta que recordó la última — y más ardua— tarea que le restaba. Secó sus lágrimas con un pañuelo que llevaba en su delantal, y se acercó a la esposa del difunto para comunicarle la cruel noticia. Los años que los médicos se la pasaban endureciendo su corazón al estudiar con cadáveres les garantizaba una tarea muchísimo más sencilla que aquella, que según decía en la guía de empleos podría realizar cualquier inútil.
Intentó mezclar las palabras más acordes con sus ojos enrojecidos pero eso pareció irritar aún más a la mujer, que pensó que quizás, antes de pasar a mejor vida su esposo habría fantaseado con la bella enfermera, sintiendo celos hasta de la muerte, para abandonar el hospital dirigiéndole a la enfermera la mirada más hostil que un ser humano podría dirigir. Ni siquiera se detuvo en considerar que María había permanecido toda la noche sosteniéndole la mano a su marido, rezando por su vida, por la vida de un hombre que en efectos prácticos conocía hacía menos de diez horas.

Sus grandes ojos café, tomaron el color de un cortado en cuanto los inundó en dulces lágrimas, alejándose del hospital para sufrir en paz. Nunca nadie consideraría el dolor que una enfermera podría llegar a sufrir, nunca nadie consideraría su esfuerzo por mantener de éste lado del río al paciente en los últimos instantes, nunca la verían de otro modo más que el que marcaba el protocolo. Siempre sería la enfermera y el hombro que indudablemente debía entregar a los pacientes para llorar sus últimas lágrimas, exhalar su último suspiro y compartir su último sufrimiento pero que luego de partir quedaría prendado en ella, terminando así con el corazón hecho trocitos y la boca llena del sabor de la muerte.