25 de septiembre de 2010

Su rostro delataba los muchos años que había vivido esa pobre mujer, tenía la cara surcada de arrugas, los ojos cansados, una sonrisa demacrada y no cesaba de temblar. Usaba unas grandes gafas que seguro abarcaban todo problema de la vista posible.
Su cabellera iba a juego con su larga falda, ambas de beige oscuro, color que también coloreaba sus labios, tirando más al rojo amarronado.
Sin embargo, aunque llevase un blaizer color ultramar elegante, y pareciese una anciana elegante, de buena familia, con buena economía y demás... parecía bastante vacía.
Triste, y harta. Aburrida de la monotonía de su vida, agobiada de la rutina del día a día, que la arrastraba desde valla a saber uno cuándo, desde que ella era una niña, desde que asistía a la primaria vestida con un guardapolvo verde mar, con su mochilita roja, dos largas trenzas en lo alto de su cabeza y una sonrisa radiante de oreja a oreja, desde antes de lo que su memoria podía llegar a cubrir.
Supuse —por que a todo esto, ambas estábamos bajo un frío abrazador esperando al colectivo a las seis de la tarde de un día de semana— que la mujer había decidido cambiar su habitual rutina, que se había cansado y quería probar algo nuevo, jamás se me cruzó por la cabeza que la pobre vieja estuviese loca.
Las demás personas no la miraban, la pasaban por encima, se enfrascaban en sus propias historias, en sus inútiles problemas, o aún peor, la mirasen como si estuviese loca.
Aquí está la cuestión: la mujer movía la cabeza, hacía gestos extraños y movía la boca, como si estuviese hablando pero sin articular palabra más que un balbuceo constante, y sin emitir sonido alguno. Fijaba la vista en algún punto inexistente y le coqueteaba a valla a saber quién, jugueteaba con su pelo y le dedicaba tímidas sonrisas; o si no, fijaba la vista en algún otro punto inexistente y le dedicaba una retada de aquellas, fruncía el entrecejo y mientras movía las manos, abría y cerraba la boca enojada.
Por suerte, el frío cesó para mí cuando llegó el colectivo.
El vehículo se puso en marcha rápidamente, pedí el boleto y, mientras buscaba asientos vacíos o buenos lugares donde pudiera aferrarme, ella pidió el boleto y no pude escuchar su voz. No pedía que me dirigiese a mí la palabra, sino oírla decir un simple 'uno veinte' o 'hasta plaza de mayo', y, directamente, le cedieron el asiento y ella, tomó asiento enfrente mio.
La mujer seguía hablando sola, inventándose un propio mundito donde por unos minutos pudiese hablar con seres invisibles y viajara en un colectivo hasta marte ida y vuelta. Donde la gente que la mirase mal y creyese que la loca se había escapado del manicomio entre risas sádicas solo fueran un molesto zumbido en la oreja y nada más.
Me dí cuenta que la estaba observando hace bastante, y la miraba de un modo muy extraño... Si alguien me mirase fijo por más de diez minutos como lo estaba haciendo yo, realmente me asustaría. Sin embargo la mujer no lo hizo, creo que ni se percató que la estaba observando.
Continuó hablando sola, sin percatarse que yo la miraba, sin siquiera devolverme la mirada en tono de alarma, no, ni eso hizo.
Luego de un rato abandonó el autobús, casi de manera instantánea. Debería saberse el camino de memoria, se levantó del asiento, con mucho cuidado caminó entre el aglomera miento de gente y presionó el timbre justo 200 mts antes de la parada, como es debido. Bajó las escaleras, tranquila y así continuó caminando sin dejar de hablar por un solo segundo.
Casi sin querer, esta peculiar anciana huyó de mi vida casi más rápido de lo que había entrado a ella.

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